El alma quiere volar. Reseña sobre la película de Diana Montenegro García
La colombiana Diana Montenegro García se centra en una historia matriarcal para su debut como directora con El alma quiere volar, presentada en Bogotá gracias al BIFF FILM FESTIVAL
Desde los primeros minutos en casa de su abuela, desde la relación que une a Camila con sus tías, desde las caricias y desde toda esa serie de rituales entre lo sagrado y lo profano, realizados casi exclusivamente entre mujeres, un ambiente se cierne sobre la película de Montenegro García recordándonos a obras como La casa de los espíritus de Isabel Allende: un referente del que la directora recoge los elementos que caracterizan su primer película.
Camila pasa el verano en la casa de su abuela materna, bajo cuyo techo también viven sus tías: la más joven, ansiosa por casarse con su novio, y la mayor, firmemente convencida de que las mujeres de su familia han sido golpeadas por una maldición. Camila también comienza a creer en esto: ¿de qué otra manera explicar la desdichada situación de su madre, que en silencio sufre la violencia verbal y física de su padre?
Mientras sus padres están ausentes, Camila pasa sus días rezando, cuestionando el destino, implorándole a los santos, con la esperanza de que sus padres se divorcien y su madre finalmente se libere de la violencia paterna. Todos estos ritos se realizan junto con la abuela y las tías, en un místico compartir de tradiciones ancestrales que son transmitidas de mujer a mujer.
En El Alma Quiere Volar, la mirada de Diana Montenegro García se detiene a menudo en detalles mostrados con crudeza, sin ningún filtro: los cuerpos femeninos, jóvenes o mayores, se muestran en su desnudez imperfecta, y el dolor de la pequeña Camila no se endulza. De tomas parciales, también. como los momentos en que la violencia paterna se derrama sobre la madre. En medio de todo esto, encontramos rosarios, imágenes sagradas, crucifijos, movimientos colectivos casi tribales y conmovedores momentos de convivencia, en una sucesión de escenas realizadas casi exclusivamente en la tenue luz del interior doméstico.
Casi siempre usando la cámara fija, la directora parece querer contar la historia humana de la familia de Camila con cierto desapego, como si no quisiera juzgar a sus propios personajes. Pero de esta posición, de su mirada lúcida y documental, emerge con más fuerza el profundo cariño que une a las mujeres de esta historia, estoicas y a su manera combativas, unidas por gestos sencillos como peinarse mutuamente. acariciando un rostro surcado de lágrimas, abrazándose silenciosamente en el calor de la primera hora de la tarde. Y al final, es su amor por ellas mismas lo que gana.